viernes, 22 de julio de 2011

Un relato sobre Alpe d´Huez 1989: Un golpe de pedal de Óscar Forradellas




















Aquel fue un verano atípico. Después de un mes de junio aburridísimo, como de costumbre, animado sólo por los chapuzones en la piscina, ese año no me esperaban las horas de tedio de la siesta en el 'perche' de la casa de los abuelos, ni los revolcones con los chicos del pueblo, mucho más agrestes, ni las escapadas secretas a la caseta de los cartuchos, que podría habérsenos venido abajo encima, como comentarían los adultos de la familia cuando se enteraron del secreto. Por primera y última vez, aquel mes de julio lo pasamos en la playa, toda la familia, de vacaciones.

Tras el tormento en la carretera, llegamos a un hotelito modesto en segunda línea de playa, en Salou. Por aquel entonces no se registraban las masificaciones de hoy durante toda la temporada y aún no estaba completo, a expensas de la llegada del mes turístico por excelencia, agosto. Había sí ya algunos extranjeros, sobre todo alemanes, que tenían copada la piscina y el buffet libre, que hacía las delicias de mi padre, comedor insaciable. En las fotos -todavía las reviso, por lo bizarro de la ocasión- aparece sorprendentemente delgado. Él, de natural fornido, lucía saludablemente delgado para un hombre de unos cuarenta años, y más para uno que había rebasado los límites del sobrepeso sin ningún pudor. Para colmo, se había afeitado el bigote.

Los días eran largos como sólo lo son para los niños sin colegio, llenos de aventuras. Al poco de nuestra llegada, coincidí con uno de los vástagos de aquellos teutones en la sala de juego y, rápidamente, rebasamos la barrera del idioma para compartir nuestras incursiones en la playa, las idas y venidas a las rocas, la pesca de mosluscos que exhibíamos orgullosos como trofeo. Probé también la dureza del carácter alemán, infiltrado en uno de los dos equipos de waterpolo que se disputaban reñidos partidos en la piscina al caer la tarde. Sin consideración alguna, aquellas torres rubias me sumergían de cuando en cuando para demostrar su marcial imparcialidad.

Mientras, mis progenitores y mi hermana alternaban idas y venidas a la playa con garbeos por el paseo marítimo, del que traían algún souvenir en forma de raquetas de playa, chanclas de tira ancha o camisetas de vivos colores. Mi pequeña deserción, lejos de causar problemas, hacía que los momentos de reencuentro fueran completamente gozosos, con el relato de las últimas bravuras y alguna indicación prudente: ponte crema, toma, dile a ese chico que le invitas a un helado, que no somos rácanos, y cosas así.

Pero al menos un momento al día, mi padre y yo nos reuníamos de nuevo en el salón de estar del hotel, con su televisión, agazapados a la espera de que pasara la cortinilla final del telediario y que la pantalla se llenara de verde y gris, de carne y acero, de un gentío agolpado en las cunetas azuzando a aquellos héroes del pedal. El año anterior, Perico había ganado el tour por primera vez y la afición al ciclismo había rebrotado en España tras la década de sequía que había dejado Ocaña. Sin embargo, la mayoría de alemanes nos dejaban a mí padre y a mí junto a un exiguo grupo de compatriotas fervorosos, animando al segoviano, que había cometido un par de cagadas al inicio de la carrera imperdonables. “Si ya podría ir ganando, es un cabeza rota”, gritaba mi padre enardecido entre gestos de asentimiento, para mi sorpresa, temeroso de sus andanadas.

Yo me había perdido aquella hazaña del año anterior, absorto en la dinámica inexpugnable del pueblo. Pero entonces no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Hacía meses que miraba con ansia aquella BH roja que había entrado en casa y que era culpable en parte del figurín que lucía mi padre, pero todavía no llegaba a los pedales. La carrera alcanzó el tramo decisivo con la criba hecha. Lemond, Fignon y Perico se la jugaban en las 21 curvas de Alpe D'Huez. Papá evocaba los “latigazos” del nuestro en los momentos decisivos, a la espera de uno de esos rayos fulminantes que cegaban a sus competidores, dejándolos clavados como estacas. Pero primero atacó el francés. “Se va, se va, joder sí se va...”, escuchaba gritar por encima de mi cabeza, pero no sentía la desesperación de otras veces en la voz. Aquello no estaba perdido.

El americano, por su parte, “no iba”. Era lo que decían el resto de especialistas al ver al maillot amarillo (mucho más áureo que ahora) intentar seguir al rubio, que marcaba cada golpe de pedal con los riñones, como si pusiera tachuelas con cada pierna y las revisara con aquellas gafitas puestas. “Ahí va, ahí va”, tronó mi padre de repente al tiempo que saltaba Perico, encrespado encima de los pedales, dejando al americano sufrir solo en pos de la meta. Y todo eran vengas y vamos y dale, que es tuyo, el gabacho ese que, ojo, no va mal, el muy franchute. Al final entraron juntos los dos con unos segundos sobre Lemond, entre ayes y uyes.

Todo quedaba aún abierto, la última carta se jugaba, ay, al día siguiente en una contrarreloj. Ese mismo día regresábamos a casa, consumido ya el mayor derroche familiar que todavía se recuerda. Los segundos fueron cayendo como losas en el viaje de vuelta con el silencio y la radio de fondo: Fignon no alcanzaba a Lemond por los pelos, y Perico se quedaba sin ganar, todo por su mala cabeza, como se lamentaba el conductor en una mezcla de tristeza y calamidad que nos hundía aún más en los asientos. Aquella sería la última oportunidad de Perico, el último año que tuvo posibilidades reales de conquistar la ronda gala para su legión de incondicionales. Nunca volvimos a ir de vacaciones.

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